De forma inconsciente manipulamos a nuestros hijos, les exigimos que se comporten como deseamos, o si no, les retiramos nuestro afecto. Así hemos sido educados y así educamos.
‘’Si no te comes la papilla mama se va a poner triste’’. ‘’No disgustes a papa.” ‘’Me has decepcionado.” Hemos crecido tratando de ser lo que no somos, tratando de agradar y cumplir con las expectativas ajenas, y pasamos gran parte de nuestras vidas aterrorizados ante la posibilidad de dejar de ser amados y aceptados.
Hemos creado una sociedad competitiva donde solo puede haber ganadores o perdedores. Debemos cumplir unos estándares, aunque sea a costa de sacrificar nuestra esencia. Ganar dinero, tener buena apariencia, obtener méritos académicos y profesionales son las máximas aspiraciones en nuestra cultura. Nuestros hijos viven desde bien temprano sometidos a la presión que implica estar siempre bajo examen. Hay que obtener resultados, pasar exámenes, aprender idiomas y destacar en esta carrera desesperada por salir adelante. Ya no hay tiempo para ser, para jugar, para aprender por el mero placer de hacerlo.
Nuestra cultura ha hecho prevalecer la mente sobre el corazón. Nos enorgullecemos de nuestras conquistas en el terreno científico y tecnológico, pero hemos perdido algo fundamental en el camino, nuestro corazón. Sin el estamos incompletos, somos seres tripartitos: cabeza, corazón e instinto.
Enseñémosles a desarrollar una relación consigo mismos en la que escuchen sus tripas y su corazón, además de a sus cabezas, en la que puedan reconocer lo que necesitan y desean, no lo que se espera de ellos. Así podrán compartir desde su grandeza, desde su pleno potencial, en lugar de encogerse para amoldarse a nuestras expectativas.